viernes, 6 de marzo de 2009

EL ANDAR DEL ESPIRITU EN LA CUARESMA

“Conviértete y cree en el Evangelio” fue la invitación sin vueltas del miércoles de ceniza. Y allí mi compromiso: volver al amor creativo de mi Dios para ser re-creado por la gracia de su misericordia. La conversión es su iniciativa y mi respuesta, su decisión de amor y mi respuesta de amor al Amor, es renuncia a construirme a mí mismo y dejarme entonces moldear por sus manos, dejar que tome mi barro y me haga de nuevo...
Esta crisis del perder es para crecer, -paradoja del Evangelio- “El que pierda su vida por Mi, la ganará” me dijo el Señor al oído invitándome al abandono, a la confianza, a la entrega sin límites para vivir la plenitud de lo que soy: hijo en el Hijo, hermano, compañero, apóstol, elegido, sacerdote, discípulo, embajador, siervo y amigo.
Es un tiempo para volver a empezar... una y otra vez... como siempre, como cada día, como ante cada nuevo proyecto, frente a cada nueva iniciativa y creativo apostolado... la vida del discípulo es un empezar cada vez. Misterio fascinante y tremendo, pues, si me decido a servir al Señor tengo que prepararme para la prueba.
...Y el Espíritu me lleva al desierto. Allí Cristo sufre la prueba sin sucumbir, apoyado en la Palabra, consolado por los ángeles, pero en medio de fieras. Cuarenta días.
La prueba, la tentación, no es secundario en el discipulado. Es clave en la vida mística, es la mano dura de la hondura de la santidad. Camino angosto, puerta estrecha, cruz, renuncia, dolor, pasión, muerte...Pero en el horizonte la Resurrección.
Sin mirada pascual, no hay prueba superable. Por eso el acento estará en la Gracia, siempre presente en la prueba, pues me alienta el Maestro: “No tengas miedo. Yo he vencido al mundo”. Jesús que vive en la lucha y en la paz, simultáneamente, me invita a creer en la fuerza del bien y en la debilidad del mal ya vencido, para darme fuerzas y que continúe mi camino.
En este misterio que soy, donde obra también el misterio del pecado y la iniquidad, me obliga a la peregrinación del desierto interior para vivir entre ángeles y fieras, experimentar la lucha de las potencias del mal, pero siendo a la vez consolado para que crezca en la Cuaresma lo mejor de Jesús en mí. Expuesto a las mismas miserias de los hombres, como Cristo Sacerdote, he de ser la ofrenda viva para sufrir con y para los demás. Y todo esto es posible, porque en el desierto Dios me sostiene: hay misteriosamente Palabra, agua y Pan.
Si el desierto es el lugar donde el Pueblo de Dios se formó como pueblo, el desierto será la escuela de mi discipulado, el camino más largo pero el más seguro, el más difícil y a la vez el más glorioso, el camino de muerte que grita la resurrección. Sólo tengo que esperar el tiempo de Dios, que le gusta sorprenderme y maravillarme. Gozar el amor de la cruz, sin fin, sin límites, sin medida. “Conformar mi vida con la pasión de Cristo”.
El desierto no pasará, será el camino, también en la vida pública. La decepción, la incomprensión, la maldad y el desamparo serán la soledad de quien sigue las huellas del Cristo, quien ganó amigos y enemigos, quien abrazó la cruz hasta el fin, dando sentido a su sufrimiento en la sabiduría de la redención. Sus fracasos fueron la paz y la salvación. Nunca hizo tanto como cuando estuvo clavado en una cruz, nunca dijo tanto como cuando calló, nunca reveló tanto su poder como cuando fue humillado, nunca amó tanto como cuando nadie lo amó.
Al contemplarlo en el desierto agreste de la cruz, abandonado, humillado, despreciado, gritando la ausencia del Padre, sediento del amor, lleno de perdón y misericordia, exhalando su último hálito de vida, no puedo seguir caminando sin abrazar mi cruz, sin renunciar a mí mismo para seguirlo. Es que allí está la verdad que el mundo desconoce, que neciamente muchas veces esquivo, y diabólicamente, como Pedro, aseguro que no es el camino.
No puedo al contemplarlo, triunfando en el madero, decir que ya no seguiré, que dejo todo al borde del camino, que miro atrás añorando lo que dejé, que reclamo lo que antes fue ofrenda, que no podré, que el camino es pesado, que renuncio a seguirlo... Su cruz, ahuyenta el fantasma del desaliento, que como asaltante del camino, sale a mi paso para que sentencie la muerte y no proclame desde la fe la vida. Desde la cruz, hoy digo, “todo lo puedo en Aquel que me conforta”, “Nada es imposible para el cree”, “Aunque cruce por oscuras quebradas no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo...”, “Aunque un ejército acampe contra mí, mi corazón no tiembla, porque Tú estás conmigo”, “El Señor es mi Pastor, nada me puede faltar”. “Sólo Dios basta”...
Dejaré entonces que el Espíritu me empuje al desierto a ejercer ese oficio de gloria, que es la oración, y dejarme ser eucaristía en el pan que en el desierto se convierte en comida de Angeles, en remedio de inmortalidad, en fuerza de los débiles, y santidad de los pecadores... Y allí le pediré que me convierta en eso que recibo, para ya no ser yo quien vive, sino El quien viva y actúe en mí.
Dejaré el protagonismo al Espíritu para que moldee en mi alma el corazón de Cristo, para no caer en la tentación de querer ir al cielo por un camino distinto del de la cruz... y descubrirme amado siendo consciente de lo que me costará ese amor: entrar en la lógica del perder para ganar, del ser pobre para enriquecerme, del ser pequeño para llegar a ser el más grande, de elegir ser último para ser el primero, de aceptar la humillación que me exaltará a la Gloria, de poner la mano en el arado sin mirar atrás, de aceptar la bienaventuranza del desprecio para que mi nombre esté escrito en el Cielo, de experimentar la alegría verdadera del dar, del compartir, del seguir caminando, del conquistar corazones, del hacerme todo para todos para ganar a algunos para Cristo.
Sólo caminaré este desierto porque veo clara la meta, porque la Pascua me aguarda y su gozo ya se siente, porque ángeles a lo lejos me hacen oír los aleluias, porque sonó la trompeta del triunfo, y el Amado vino a golpear a la puerta, y me dijo que si le abro, cenaremos juntos... para pregustar la fiesta. Tengo invitación de preferencia. Una familia de bienaventurados me espera con una corona en la mano. La batalla está ganada... seguiré caminando, hasta el abrazo final, hasta el beso sin fin, hasta la luz que me envolverá en sus claridades sin noches, a sumarme a esos cantos gloriosos, a esa tierra y a ese cielo nuevos donde seré feliz... para siempre.-

P. Walter Moschetti, 2009