domingo, 15 de noviembre de 2009

La crónica de Navidad (Misterio de Comunicación)

El relato del nacimiento de Jesús en el Evangelio según san Lucas nos muestra la inquietud de los pastores al ser comunicados del feliz acontecimiento.
“Vayamos a Belén y veamos lo que ha sucedido” (2, 15)
Ir al lugar de los hechos, verificar lo que ha sucedido, tomar contacto con los protagonistas... es la labor del periodismo, que investiga, constata e informa.
Nosotros, comunicadores católicos, estamos llamados a anunciar desde los tejados la Buena Noticia que el ángel anunció.
Vayamos pues, a Belén y veamos lo que ha ocurrido.
¿Quién es el que está allí? ¿De dónde viene? ¿Cuál es su descendencia?
Mateo 1, 1-17 es una fuente valiosa para nuestra investigación. Es el misterio de una llamada. El misterio desconcertante de la elección que Dios hace. Abraham, David, Isaac, Jacob, Fares, Tamar, Salmón, Rajah...
En la genealogía de Jesús podemos advertir que de entre los Reyes que allí se mencionan, sólo Ezequías y Josías fueron fieles a Dios, los otros, idólatras, inmorales y asesinos..., incluso David ha confesado en los salmos los pecados de adulterio y de asesinato. Las mujeres que aparecen se encuentran en una situación irregular: Tamar es una pecadora, Rajab una prostituta, Rut una extranjera.
Pero de ese río de pecados y crímenes, al fin de los tiempos, el agua se aclara: con María y Jesús son rescatadas todas las generaciones.
Dios viene a restaurar su Reino, a restablecer la alianza, a construir un pueblo nuevo. Es la muestra patente de la misericordia de Dios.

Y aquí estamos nosotros. Delante del niño que contemplamos entre las pajas, no podemos dejar de vernos involucrados en esa realidad de gracia y pecado que somos cada uno de nosotros. No podemos dejar de contemplar el dolor, la miseria, la maldad, el desconcierto, los fracasos, los delitos, la corrupción del mundo en el que vivimos. Ese mundo que tanto amó Dios que le envío a su propio Hijo para salvarlo (cf. Jn. 3,16-17).
Ante las sombras y tinieblas del mundo, resuena fuertemente en nuestro corazón aquellas palabras del profeta Isaías que Jesús leyó en la sinagoga:
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc. 4, 18-19).
Jesús es pues, nuestra única esperanza. Nosotros, sus testigos.
Este es precisamente nuestro camino de santidad como comunicadores católicos. En este anuncio está la realización de la vocación a la que fuimos llamados, el despliegue de los dones recibidos, la urgente necesidad que el mundo tiene, el pan que alimenta el hambre de Dios, existente en el corazón de todos los hombres.

Estamos en Belén. Constatamos el hecho ocurrido, anunciado por Gabriel. Contemplamos al niño, que es Dios. Miramos atónitos a la Palabra hecha carne.
Y es allí donde recordamos que antes de “hacer” debemos “ser”, porque el comunicador, antes de “decir palabras”, debe “ser Palabra”.
Es en la escucha obediencia y en la acogida consciente ante el Dios que nos habla, donde podremos adquirir la sabiduría de leer los signos de estos tiempos con la mirada de Cristo, y así incidir con creatividad en la historia.
Los comunicadores sociales somos constantes lectores de los signos que marcan los tiempos cotidianos de los hombres y las mujeres de cada tiempo, y es desde allí donde realizamos nuestra tarea comunicacional, incidiendo poderosamente sobre la cultura.
Pero si esta lectura no es con la mirada de Cristo, serán pues otros los intereses que nos muevan a obrar. Tal vez sean muchas las ganancias y alto el porcentaje de nuestra audiencias, pero no será nuestra tarea un servicio al bien común, sino respuesta a intereses personales y mezquinos. Es aquí cuando la comunicación aliena y no libera.

Ser Palabra. Esa es nuestra misión. Palabra hecha hombre, Palabra encarnada que revela el misterio del hombre y da sentido profundo a la vida.
No serán entonces sólo nuestras palabras las que convencerán de la existencia de Dios, las que producirán cambios profundos e incisivos en los valores culturas, las que consolarán el dolor de los pobres, enfermos y sufrientes, sino que será la misma Palabra de Dios encarnada dentro nuestro la que hablará.
Esta vivencia de fe es el anuncio que como misión recibimos para transmitir. El fruto de lo que la gracia ha hecho en nosotros. Por eso, deberíamos comunicar no sólo nuestra reflexión sobre la Palabra de Dios, sino más bien lo que ella ha obrado una vez acogida en la tierra de nuestra vida.
“Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida es lo que les anunciamos” (1 Jn. 1, 1-2)
Y el fruto más preciso de la Palabra acogida es la caridad. Pues, si no tenemos caridad, nada somos (cf. 1 Cor. 13,2). Si aprendiéramos el arte de amar, el cristianismo sería más atrayente y hermoso. Esto es lo que nuestras producciones comunicacionales deberían reflejar siempre, porque el amor es la primera evangelización. Sólo el amor cristiano puede cambiar el corazón y preparar los caminos para el anuncio del Evangelio.

En nuestra crónica detallaremos la pobreza que estamos viendo en Belén, la pequeñez que ha tomado un Dios tan grande. Y no dejamos de contemplarlo.
Es que nos alienta verlo pequeño. Porque pequeño es nuestro amor, pequeñas nuestras obras de misericordia, pequeño y pobre nuestro lenguaje, nuestras técnicas, nuestros medios, nuestros recursos...
Cuando aspiremos a grandezas, cuando nos alegremos sólo con las masas, cuando nos gloriemos de las obras que salen según nuestro parecer, cuando aplaudan nuestras magníficas tareas, cuando el orgullo y la vanidad dominen nuestra misión, volvamos a Belén. Recordemos al Dios de los números pequeños: en medio de la multitud que lo seguía se detuvo frente al ciego que estaba al borde del camino, pidió alojarse en casa de Zaqueo; comparó su Reino con un grano de mostaza, con un poco de levadura; envió a sus discípulos sin dinero, sin poder, sin alforja ni bastón; valoró la monedita que depositó la viuda en el tesoro del templo; le bastaron cinco panes y dos pescados para alimentar a una multitud...

Y junto al pequeño niño hay una pequeña madre...
No nos vayamos de Belén sin entrevistar a María en un diálogo coloquial. Sólo ella podrá decirnos cómo vivir la humildad que se enseña en el portal, sólo ella nos dirá cómo es que Dios obra maravillas en la pequeñez...
Somos pobres... como aquellos pastores, como José, como María y como el mismo Dios. Elijamos ser pobres... porque sólo así podrá Dios hacer su obra.
Nunca nos aflija la pobreza. Nosotros tenemos mucho más que cinco panes y dos pecados para multiplicar... Sin embargo muchas veces es tan poco lo que hacemos por no dejar obrar a Dios... es tan poco lo que logramos por no obedecer a Dios, es tan infecundo nuestro apostolado por no dejar que el Espíritu nos cubra con su sombra, es tan poco influyente nuestro mensaje por no dejar hablar a Dios en nosotros, es tan poco atrayente nuestra invitación por no dejar amar a Dios en nosotros...

No sé qué diremos sobre lo que sucedió en Belén. No sé qué detalles de nuestras crónicas serán las más vendidas. Ni siquiera sé el interés que pueda tener la investigación que hemos hecho en el pesebre.
Sólo sé que allí nos hemos encontramos con el Salvador golpeando las puertas del corazón, buscando el encuentro, haciéndose cercano. Develando el misterio de la comunicación de Dios que, habló por los profetas y en este tiempo final nos habla de modo definitivo en su Hijo, la Palabra hecha carne que habitó entre nosotros.
Fuimos a tomar contacto con los personajes de la Navidad, a entrevistarlos y sacarles una palabra, y nos hemos sentido cuestionados por ellos. Nos hablaron con el testimonio. Sin decir nada nos han dicho todo.-

viernes, 6 de marzo de 2009

EL ANDAR DEL ESPIRITU EN LA CUARESMA

“Conviértete y cree en el Evangelio” fue la invitación sin vueltas del miércoles de ceniza. Y allí mi compromiso: volver al amor creativo de mi Dios para ser re-creado por la gracia de su misericordia. La conversión es su iniciativa y mi respuesta, su decisión de amor y mi respuesta de amor al Amor, es renuncia a construirme a mí mismo y dejarme entonces moldear por sus manos, dejar que tome mi barro y me haga de nuevo...
Esta crisis del perder es para crecer, -paradoja del Evangelio- “El que pierda su vida por Mi, la ganará” me dijo el Señor al oído invitándome al abandono, a la confianza, a la entrega sin límites para vivir la plenitud de lo que soy: hijo en el Hijo, hermano, compañero, apóstol, elegido, sacerdote, discípulo, embajador, siervo y amigo.
Es un tiempo para volver a empezar... una y otra vez... como siempre, como cada día, como ante cada nuevo proyecto, frente a cada nueva iniciativa y creativo apostolado... la vida del discípulo es un empezar cada vez. Misterio fascinante y tremendo, pues, si me decido a servir al Señor tengo que prepararme para la prueba.
...Y el Espíritu me lleva al desierto. Allí Cristo sufre la prueba sin sucumbir, apoyado en la Palabra, consolado por los ángeles, pero en medio de fieras. Cuarenta días.
La prueba, la tentación, no es secundario en el discipulado. Es clave en la vida mística, es la mano dura de la hondura de la santidad. Camino angosto, puerta estrecha, cruz, renuncia, dolor, pasión, muerte...Pero en el horizonte la Resurrección.
Sin mirada pascual, no hay prueba superable. Por eso el acento estará en la Gracia, siempre presente en la prueba, pues me alienta el Maestro: “No tengas miedo. Yo he vencido al mundo”. Jesús que vive en la lucha y en la paz, simultáneamente, me invita a creer en la fuerza del bien y en la debilidad del mal ya vencido, para darme fuerzas y que continúe mi camino.
En este misterio que soy, donde obra también el misterio del pecado y la iniquidad, me obliga a la peregrinación del desierto interior para vivir entre ángeles y fieras, experimentar la lucha de las potencias del mal, pero siendo a la vez consolado para que crezca en la Cuaresma lo mejor de Jesús en mí. Expuesto a las mismas miserias de los hombres, como Cristo Sacerdote, he de ser la ofrenda viva para sufrir con y para los demás. Y todo esto es posible, porque en el desierto Dios me sostiene: hay misteriosamente Palabra, agua y Pan.
Si el desierto es el lugar donde el Pueblo de Dios se formó como pueblo, el desierto será la escuela de mi discipulado, el camino más largo pero el más seguro, el más difícil y a la vez el más glorioso, el camino de muerte que grita la resurrección. Sólo tengo que esperar el tiempo de Dios, que le gusta sorprenderme y maravillarme. Gozar el amor de la cruz, sin fin, sin límites, sin medida. “Conformar mi vida con la pasión de Cristo”.
El desierto no pasará, será el camino, también en la vida pública. La decepción, la incomprensión, la maldad y el desamparo serán la soledad de quien sigue las huellas del Cristo, quien ganó amigos y enemigos, quien abrazó la cruz hasta el fin, dando sentido a su sufrimiento en la sabiduría de la redención. Sus fracasos fueron la paz y la salvación. Nunca hizo tanto como cuando estuvo clavado en una cruz, nunca dijo tanto como cuando calló, nunca reveló tanto su poder como cuando fue humillado, nunca amó tanto como cuando nadie lo amó.
Al contemplarlo en el desierto agreste de la cruz, abandonado, humillado, despreciado, gritando la ausencia del Padre, sediento del amor, lleno de perdón y misericordia, exhalando su último hálito de vida, no puedo seguir caminando sin abrazar mi cruz, sin renunciar a mí mismo para seguirlo. Es que allí está la verdad que el mundo desconoce, que neciamente muchas veces esquivo, y diabólicamente, como Pedro, aseguro que no es el camino.
No puedo al contemplarlo, triunfando en el madero, decir que ya no seguiré, que dejo todo al borde del camino, que miro atrás añorando lo que dejé, que reclamo lo que antes fue ofrenda, que no podré, que el camino es pesado, que renuncio a seguirlo... Su cruz, ahuyenta el fantasma del desaliento, que como asaltante del camino, sale a mi paso para que sentencie la muerte y no proclame desde la fe la vida. Desde la cruz, hoy digo, “todo lo puedo en Aquel que me conforta”, “Nada es imposible para el cree”, “Aunque cruce por oscuras quebradas no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo...”, “Aunque un ejército acampe contra mí, mi corazón no tiembla, porque Tú estás conmigo”, “El Señor es mi Pastor, nada me puede faltar”. “Sólo Dios basta”...
Dejaré entonces que el Espíritu me empuje al desierto a ejercer ese oficio de gloria, que es la oración, y dejarme ser eucaristía en el pan que en el desierto se convierte en comida de Angeles, en remedio de inmortalidad, en fuerza de los débiles, y santidad de los pecadores... Y allí le pediré que me convierta en eso que recibo, para ya no ser yo quien vive, sino El quien viva y actúe en mí.
Dejaré el protagonismo al Espíritu para que moldee en mi alma el corazón de Cristo, para no caer en la tentación de querer ir al cielo por un camino distinto del de la cruz... y descubrirme amado siendo consciente de lo que me costará ese amor: entrar en la lógica del perder para ganar, del ser pobre para enriquecerme, del ser pequeño para llegar a ser el más grande, de elegir ser último para ser el primero, de aceptar la humillación que me exaltará a la Gloria, de poner la mano en el arado sin mirar atrás, de aceptar la bienaventuranza del desprecio para que mi nombre esté escrito en el Cielo, de experimentar la alegría verdadera del dar, del compartir, del seguir caminando, del conquistar corazones, del hacerme todo para todos para ganar a algunos para Cristo.
Sólo caminaré este desierto porque veo clara la meta, porque la Pascua me aguarda y su gozo ya se siente, porque ángeles a lo lejos me hacen oír los aleluias, porque sonó la trompeta del triunfo, y el Amado vino a golpear a la puerta, y me dijo que si le abro, cenaremos juntos... para pregustar la fiesta. Tengo invitación de preferencia. Una familia de bienaventurados me espera con una corona en la mano. La batalla está ganada... seguiré caminando, hasta el abrazo final, hasta el beso sin fin, hasta la luz que me envolverá en sus claridades sin noches, a sumarme a esos cantos gloriosos, a esa tierra y a ese cielo nuevos donde seré feliz... para siempre.-

P. Walter Moschetti, 2009