martes, 25 de septiembre de 2007

LOS MINISTROS DE LA PALABRA

Cuando hablamos de proclamar la Palabra de Dios, estamos hablando de comunicar lo que Dios quiere decir a su pueblo, de lo que el Señor quiere poner en la mente y el corazón de los que lo escuchan, siempre con la finalidad de que esa Palabra produzca frutos de vida eterna. Por ello, el ministro de la Palabra no es meramente un hombre que prepara y que dice sermones. No es simplemente uno que tiene una habilidad especial para leer o para hablar. No es un intelectual prominente, capaz de desarrollar bien las ideas en público. Ni siquiera es uno con una sólida formación teológica. Un verdadero ministro de la Palabra no es tampoco uno que pueda enfrentar con soltura los micrófonos de una radio o las cámaras de la T.V. Un verdadero ministro de la Palabra es más que eso, porque todas esas cosas son solamente humanas. Lo que sí importa es que un ministro de la Palabra conozca a Dios de verdad, que Dios lo haya escogido para el ministerio (y si es así, tiene los dones necesarios), y que haya tenido ciertos tratos con Dios.
Por ello, la oración debe anteceder a la Palabra siempre. Las oraciones de Pablo por los efesios, filipenses y colosenses son una muestra clara de cómo la oración del apóstol desencadena crecimiento espiritual y revelación. La oración poderosa surge luego de conocer la voluntad de Dios y de ver las necesidades de los hermanos. De estas oraciones surgirán, a la vez, predicaciones ungidas capaces de saciar cada necesidad. La predicación no es un ejercicio homilético: es la respuesta a las necesidades específicas del pueblo de Dios. Si no tenemos tiempo para orar intensamente delante de Dios, nos veremos en problemas para ministrar delante de los hombres. La oración consigue mayores resultados que cualquier otro tipo de obra espiritual.
La oración nos conquista la sabiduría del corazón que hace efectivo nuestro ministerio de comunicadores de la Palabra. Siempre experimentaremos nuestra pequeñez, nuestros límites e incapacidades, pero con posibilidades inmensas de dejar que la Palabra hable en nosotros.
En De Catechizandis rudibus, San Agustín comenta la situación de aquel que comunica la Palabra, a partir de su propia experiencia:
"Yo tampoco estoy conforme casi nunca con mis sermones. Tengo toda el alma puesta en aquello que estoy gozando en mi interior, antes de comenzar a exponerlo con palabras; y si no lo digo como lo siento, me entristezco al ver que mi lengua no ha estado a la altura de mi corazón. Querría que todo el que me escucha entendiera lo que yo entiendo; pero eso no sucede, y me doy cuenta de que es por culpa de mis palabras... Por tanto a veces me duele comprobar que mi auditorio no alcanza a comprenderme, a pesar de que intento, por así decirlo, ponerse a su nivel abriéndome paso a duras penas entre las sílabas..."
Muchos tienen el deseo de hablar de parte de Dios, pero no están dispuestos a tomarse el tiempo para oírle.
Dice el Salmo 119: "Me anticipé al alba y clamé; esperé en tu palabra. Se anticiparon mis ojos a las vigilias de la noche, para meditar en tus mandatos"; "Desfallece mi alma por tu salvación, mas espero en tu palabra"; "Desfallecieron mis ojos por tu Palabra".
Vemos qué gran importancia tiene el cultivo de la vida espiritual, o, para ponerlo de otra manera, el mantener la vida en el Espíritu. El ministro de la Palabra tiene que recordar que éste es un acto o misión que se refiere a cosas espirituales. Esto no significa que ha de separar la verdad del ser, de las cosas mentales y materiales, como si fueran abstracciones en algún sentido y no tuvieran relación viva con estos asuntos. Su negocio está en el reino del pensamiento, para aplicarlo a la luz de la sabiduría eterna; y su responsabilidad en el reino de la acción es buscar el modo de inspirarla con principios y pasión espiritual.
Hay que inquirir de Dios cuál es su camino y su voluntad, con respecto a todo, lo grande y lo pequeño; lo pequeño con la misma fervorosa sinceridad que lo grande. La prisa que no puede esperar en el Señor ha de ser desechada. Si no queda tiempo para buscar al Señor, no hay tiempo para hacer nada más. Los actos que empiezan sin haber descubierto la voluntad divina, son muertos. Cuando la Palabra deja de ser luz, fuego, gozo para el hombre en su propia vida, escudriñándole, activándole, corroborándole, su predicación se vuelve rutina y molestia para su propia alma, y es totalmente inefectiva en las vidas de otros.
Es que el Evangelio predicado en la Iglesia no es solamente mensaje, sino una divina y salutífera acción experimentada por aquellos que creen, que sienten, que obedecen al mensaje y lo acogen. Por tanto, la Revelación no se limita a instruirnos sobre la naturaleza de un Dios que vive en una luz inaccesible, sino que al mismo tiempo nos muestra cuánto hace Dios por nosotros con la gracia. La Palabra es un instrumento mediante el cual Cristo actúa en nosotros con su Espíritu. Al escucharla, el contacto con Dios mismo interpela los corazones de los hombres y pide una decisión que no se resuelve en un simple conocimiento intelectual sino que exige la conversión del corazón.
La predicación de la Palabra por parte de los ministros sagrados participa, en cierto sentido, del carácter salvífico de la Palabra misma, y ello no por el simple hecho de que hablen de Cristo, sino porque anuncian a sus oyentes el Evangelio con el poder de interpelar que procede de su participación en la consagración y misión del mismo Verbo de Dios encarnado. En los oídos de los ministros resuenan siempre aquellas palabras del Señor: " Quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia " (Lc 10, 16)
La nueva evangelización pide un ardiente ministerio de la Palabra, integral y bien fundado, con un claro contenido teológico, espiritual, litúrgico y moral, atento a satisfacer las concretas necesidades de los hombres. No se trata, evidentemente, de caer en la tentación del intelectualismo que, más que iluminar, podría llegar a oscurecer las conciencias cristianas; sino de desarrollar una verdadera " caridad intelectual " mediante una permanente y paciente catequesis sobre las verdades fundamentales de la fe y la moral católicas y su influjo en la vida espiritual.
Evangelizar significa, en efecto, anunciar y propagar, con todos los medios honestos y adecuados disponibles, los contenidos de las verdades reveladas, y, al mismo tiempo, enseñar a traducir esas verdades en vida concreta, en testimonio y compromiso misionero.
La sensibilidad pastoral de los predicadores debe estar continuamente pendiente de individuar los problemas que preocupan a los hombres y sus posibles soluciones.
Tiene también notable importancia para el sacerdote el cuidado de los aspectos formales de la predicación. Vivimos en una época de información y de comunicación rápida, en la que estamos habituados a escuchar y a ver profesionales valiosos de la televisión y de la radio. En cierto modo, el sacerdote, que es también un comunicador social singular, y en consecuencia el mensaje ha de ser presentado de modo decididamente atractivo. Junto al saber aprovechar con competencia y espíritu apostólico los " nuevos púlpitos " que son los medios de comunicación, el sacerdote debe, sobre todo, cuidar que su mensaje esté a la altura de la Palabra que predica.
La predicación sacerdotal debe ser llevada a cabo, como la de Jesucristo, de modo positivo y estimulante, que arrastre a los hombres hacia la Bondad, la Belleza y la Verdad de Dios.
La materia final en el ejercicio de la vocación es el pastorear pacientemente a aquellos que han sido congregados en el rebaño como resultado de la predicación. Ha de haber un permanente alimentar el rebaño por medio de la predicación sistemática de la Palabra.
Para realizar este ideal del ejercicio de la vocación del Ministerio de la Palabra, el ministro no ha de ahorrar tiempo alguno. A medida que pasen los años, la Palabra a la cual se entrega para poder entregarla a otros, va a crecer en fuerza y hermosura, y el gozo de proclamarla será su fuerza así como su deber.

Pbro. Walter Moschetti
Delegado Episcopal para las Comunicaciones Sociales del Arzobispado de Rosario, Argentina. Coordinador Red de Teología de OCLACC

1 comentario:

Mariano Castillo dijo...

Bendiciones Padre, habitualmente me toca leer la primera o segunda lectura, a veces también el salmo.

Y siempre tengo muchas dudas de si lo que hago lo hago realmente bien, como Dios quiere que lo haga, mayormente tengo buena dicción y pocos errores al leer.
Pero sé que la Palabra de Dios, es mas que letras escritas en un libro. Y expresar eso me resulta difícil.

Su publicación me fue de mucho provecho, pero quiero profundizar en el tema.
¿Quisiera usted tener la bondad de recomendarme algún texto orientativo al respecto?

Saludos y bendiciones.