sábado, 22 de septiembre de 2007

LA SANTIDAD DEL PAPA

Artículo del P. Walter Moschetti publicado por el Diario La Capital de la ciudad de Rosario,
el 16 de abril de 2005

Desde tiempos inmemorables la Sede Apostólica propone a la imitación, veneración y a la invocación a algunos cristianos que sobresalieron por sus virtudes.
La pregunta sobre la santidad del Papa apunta a la raíz de la esencia del cristianismo. Todos estamos llamados a la santidad: "Sean perfectos como Mi Padre es perfecto" (Mt 5,48). A lo largo de la historia de la Iglesia, miles de hombres y mujeres, niños y ancianos se han lanzado a la conquista de esta gracia y nosotros en nuestros días somos dichosos al tener tantos testigos que son ejemplo seguro que podemos seguir.
En la Carta apostólica «Novo millennio ineunte» el Papa Juan Pablo II invitó a poner "la 16 de abril de 2005programación pastoral en el signo de la santidad", para "expresar la convicción de que si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial… Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este "alto grado" de la vida cristiana ordinaria: la vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección" (n° 31).
El Concilio Vaticano II recordó que «todos los cristianos de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (Lumen gentium, 40). Concretamente, el camino que debe seguir cada fiel para llegar a ser santo es la fidelidad a la voluntad de Dios, tal como nos la expresan su Palabra, los mandamientos y las inspiraciones del Espíritu Santo. Al igual que para María y para todos los santos, también para nosotros la perfección de la caridad consiste en el abandono confiado, a ejemplo de Jesús, en las manos del Padre. Una vez más, esto es posible gracias al Espíritu Santo, que incluso en los momentos más difíciles nos hace repetir con Jesús: «¡He aquí que vengo a hacer tu voluntad!» (cf. Hb 10,7).
Todos sabemos de la plenitud humana que vivió durante su vida el Papa Juan Pablo II. Este hombre que desde su juventud entendió el ascetismo, más que como una poda de placeres, como un injerto de deberes. Y supo unir maravillosamente la contemplación a la acción.
Antes de formarse en el seminario se había formado en la cantera. Antes de perfilar al sacerdote había perfilado al hombre. En Karol Wojtyla vemos al amigo, al deportista, al escritor, al autodidacto, al poeta, al artista, al humanista y por último al sacerdote, al obispo, al Papa.
Esta figura tan cercana a nuestras vidas es testimonio de que la santidad no se vive en la estratosfera. La posibilidad de recibir a Dios, le da al hombre una nueva significación, al ponerse en contacto con él. El hombre no dejará nunca de parecernos un profundo misterio y en el fondo de ese misterio se encuentra a Dios.
La vocación al diálogo de Juan Pablo II fue expresión de su amor al prójimo. Ha dicho Julián Marías que "todo diálogo es la espera de una respuesta". Y para ello es indispensable saber escuchar. Esta fue precisamente una de las características de Wojtyla. El verdadero diálogo es aquel en el que el Yo se realiza en el Tú e implica un auténtico acto de amor al prójimo. Sólo así pudo Juan Pablo II realizar una obra magnífica de apostolado, en un medio hostil, viendo en su adversario a un posible amigo.
Su personalidad polifacética lo hace accesible a todos. Sabe escuchar con atención a sus interlocutores, inspirando paz y confianza por su estilo llano y sin sofisticación. Resultaba fascinante para todos aquellos que lo trataban y lo admiraban por sus dotes intelectuales, por la pasión con que asimilaba el dolor de los perseguidos y por su lealtad incondicional a sus amigos de verdad.
Y este hombre entero es el que se adhirió personalmente entero a Dios. Vivió, creció y perseveró hasta el fin en la fe alimentada en la Palabra de Dios, vivida en la caridad, sostenida en la esperanza y enraizada en la fe de la Iglesia.
Juan Pablo II vivió en plenitud la nueva vida de los que fuimos hechos "partícipes de la naturaleza divina" (2 Pe 1,4). Vivió intimando con Dios, imitando a Cristo pobre, casto y humilde. Fue su vida una donación al verdadero bien. Respondió generosamente al llamado de Jesús de construir su Reino, y vivió en la humildad del siervo que se hace el último de todos (Cfr.Mt.20,25-27).
Esto ha sido ante todo y principalmente don del Espíritu que justifica y santifica, que nos asemeja al Hijo y nos pone en relación filial con el Padre. Es la presencia del Espíritu Santo la que obra una transformación que influye verdadera e íntimamente en el hombre: es la gracia santificante o deificante, que eleva nuestro ser y nuestro obrar, capacitándonos para vivir en relación con la santísima Trinidad.
¿Llegará Juan Pablo II a los altares? Su fama de santidad está presente en el corazón de sus hijos. Y son muchos los que al captar la grandeza de su vida y de sus obras quedan admirados de la grandeza de este hombre de Dios.
Tocará a la Iglesia confirmar el testimonio de santidad que nos dejó el Papa, quien en su legado espiritual nos dio ejemplo de vivir con coherencia la fe inserta en la vida, viviendo la santidad en la normalidad del hombre que cree y vive la fe que profesa. El hombre que, ante las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte no decayó en su fe, sino que creyó, "esperando contra toda esperanza" (Rom 4, 18) y en medio de dolor vislumbró la luz pascual de la misericordia que rescata y salva al hombre, haciéndolo entrar en la plenitud de la vida llena de gozo y de paz.

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